Al hablar de estrategias de negocios, una de las maneras de
establecer una ventaja competitiva sostenible y de impacto sistémico en la
organización es poder disponer de patentes. Un tema que en nuestro medio y,
sospecho, en América Latina no ha sido suficientemente bien manejado.
No es raro escuchar quejas en ambos sentidos: algunos opinan
que las patentes dan una ventaja injusta a quienes las poseen y hay otros que
opinan que no dan suficiente protección a los inventores y que, por falta de
protección, se desanima la inversión en investigación y desarrollo,
particularmente la de ruptura.
Claramente, en México no somos de lo más sobresalientes en
el campo del patentamiento. En los últimos años el promedio ha sido de unas 300
patentes al año, presentadas por mexicanos. El número total, por supuesto, es
mayor dado que hay compañías extranjeras que les conviene registrar sus
patentes en México. En contraste, en los Estados Unidos se concedieron algo más
de 140,000 patentes de origen nacional, en el año 2015. Casi 470 veces más.
Pero estos números pueden ser engañosos, ya que no dice
cuántas de esas patentes efectivamente se han licenciado y han generado
utilidades para su inventor. Cuando se hace una pregunta cómo esta a
universidades y centros de investigación mexicanos, la respuesta normal es un
silencio total o la declaración de que esa información no está disponible. Y yo
sospecho que el número real de patentes que han sido transferidas es mínimo. En
realidad no se espera que todas las patentes se transfieran. Menos de la quinta
parte de todas las patentes que se otorgan en el mundo llegan a ser
comercializadas.
En nuestro país nos encontramos con un problema mayor. Los
que generan patentes (universidades, centros de investigación, inventores
independientes) por regla general no tienen idea de cuánto deben de cobrar por
su patente. Se han dado casos, muy concretos, de desarrollos tecnológicos importantes
donde los investigadores cobraron únicamente el tiempo que les llevó a cabo
hacer la investigación y sus instituciones nunca recibieron las regalías que
hubieran podido recibir si han tenido una idea clara del valor de su invención.
Pero por el lado de la demanda, por el lado de los
empresarios, la situación es muy parecida. No tienen una idea clara de cuál es
el valor justo que debería pagarse por una patente. Y esto nos lleva a un
mercado totalmente bizarro, donde compradores y vendedores no tienen una idea
clara de cuál es el precio justo por el derecho a usar una invención. O sea,
las peores condiciones para poder llevar a cabo una correcta compra -venta de los
derechos de uso de esa patente.
Esta situación pone a los inventores y a los usuarios de sus invenciones de un cierto
grado de indefensión. Y genera también una desconfianza que viene de la
ignorancia de cuál es el valor justo por el uso de una patente. Malamente, el
asunto termina en que el empresario paga poco más o menos lo que le pida un
proveedor extranjero por el uso de sus patentes. O acaba pagando dentro de un
paquete de transferencia tecnológica que incluye toda una serie de conceptos
adicionales. Por ejemplo, cuando un franquiciatario de Mac Donald’s paga un 12%
de su venta por concepto de franquicia, está pagando en el paquete las
patentes, la asistencia técnica, una parte de la mercadotecnia corporativa que
hace el franquiciador y otros servicios más, como manuales de operación y
entrenamiento. De manera que no resulta claro cuánto se pagó por las patentes
mismas. También es frecuente que el empresario nacional busque los servicios de
un "technology broker”, un profesional que se dedica a comprar y vender
tecnologías que, se supone, tiene un criterio educado sobre cuánto debe valer
una patente, al menos como un rango.
A fin de cuentas, el tema es relativamente simple. El pago
de la patente debería calcularse mediante los ahorros que generaría la misma o
el tamaño de los mercados a los que les daría acceso. Pero esto, aparentemente
simple, no siempre es una información que se tiene disponible. Tanto los
ahorros como las ventas, o para ser precisos las utilidades que generarían
dichas patentes, dependen de un pronóstico que no siempre puede ser exacto. Esto
requiere de una cultura similar a la de los escenarios: establecer diferentes
niveles de posibilidades del incremento de utilidades debido al uso de las
patentes, hacer una suposición razonable de tiempo durante el cual se podría
explotar, traer ese incremento a valor presente y hacer un reparto justo
de esa ganancia, de manera que esta no quede totalmente en manos inventor ni en
manos del usuario de la invención.
No es simple, pero con práctica se puede llegar a tener
criterios aproximados que permitan tener una negociación adecuada que nos dé
acceso a las innovaciones en la tecnología. Y que, por otra parte, que compense
adecuadamente al generador de la invención, de manera que pueda seguir en el
negocio de desarrollar nuevos conceptos, gracias a que el sistema de patentes
le permite poder aprovechar sus resultados.
Hace tiempo se hablaba mucho de la necesidad de la
independencia tecnológica, es decir, de no depender de proveedores extranjeros
que nos pueden bloquear en cualquier momento el acceso a las mejores
tecnologías. El tema ha dejado de discutirse, pero en la práctica seguiremos
teniendo un problema mayor al explotar las mejores tecnologías, si no
aprendemos a entender cuál es su valor y cómo beneficiarnos del mismo, con
criterios iguales y superiores a los que tienen los compradores y vendedores de
derechos de patentes en otros países.
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